Arte, pueblo, Comunidad

DOMINGO MESTRE

Levante EMV

Hace unos días, el Instituto Ramón Llull de Barcelona hacía público el proyecto encargado de representar a Cataluña en la Bienal de Venecia. En él participa el artista valenciano Daniel G. Andújar, pero también el andaluz Pedro G. Romero y los catalanes Elvira Pujol y Joan Vila-Puig. Me alegré mucho, y no sólo por razones de amistad. También me gustó que en el proceso de selección se respetaran las recomendaciones del documento de Buenas Prácticas en Museos y Centros de Arte. Y que el prestigioso jurado haya argumentado con seriedad su veredicto, criticando con firmeza otros aspectos de la política cultural catalana. Pero lo más relevante es el significado simbólico del proyecto, que ha sido concebido, según explica su comisario, Valentín Roma, como «un intento de reflejar la multiplicidad identitaria de Cataluña». Obviamente, es posible que no todo el mundo esté tan contento como yo. Y es muy probable que donde más decepciones haya sea entre las filas del partido (ERC) que impulsó esta iniciativa. Pero la dialogante aceptación de los resultados -y de las críticas- confiere un suplemento de legitimidad a quienes desarrollan este tipo de políticas culturales. Aspecto éste mucho más perceptible cuanto más al sur de los Pirineos nos situamos.
Al contrario, es probable que desde aquí cueste más distinguir los motivos por los que gente como yo, que se ha pronunciado otras veces contra la difunta Bienal de Valencia (que en paz descanse), se entusiasma ahora con la de Venecia. Pero no hay sombra de contradicción, porque no existe apenas elemento común entre el modelo y los innumerables epígonos que cada dos años pueblan el paisaje global de la sobremodernidad. El primero es un evento consolidado, tras más de un siglo de actividad. A él acuden casi todos los Estados-nación, pero también algunas iniciativas sin Estado, para promocionar las producciones más relevantes de su cultura. Junto a la Documenta de Kassel, constituye una de las más prestigiosas citas de las artes visuales, y acudir a alguna de ellas tiene un significado parecido al de formar parte de la selección nacional -o autonómica- de embajadores culturales. El resto de bienales, salvo contadas excepciones, son simulacros de acontecimiento sin identidad. Productos de consumo masivo disfrazados, en el mejor de los casos, con algún discurso intelectual de prêt-à- porter. Salgan bien o mal, el problema fundamental es que consumen, en un par de meses, los presupuestos de un par de años.
Es este último tipo de espectáculos, que no deja poso alguno de carácter cultural, el que genera el rechazo de una parte importante de la comunidad artística, entre la que, por supuesto, me sigo incluyendo. Y la constatación de que quienes nos oponemos a ellas no erramos demasiado la constituye el deprimente destino del presupuesto de la ex Bienal de Valencia, que fue desviado hacia el tronante circo de la Fórmula 1 sin que la operación mereciera explicación alguna, ni por parte del presidente Camps ni de la actual consellera de Cultura.
Decía el filósofo Gilles Deleuze que «el artista siempre anda a la búsqueda de un pueblo». Plegando del revés esta idea, cabría deducir que todo pueblo, o colectividad que aspire a constituirse como tal, debería esforzarse también por localizar a quienes poseen la capacidad de actualizar y refundar su particular volksgeist (espíritu del pueblo); operación poco menos que imprescindible para quienes aspiren a incorporarse a las nuevas redes globales sin perecer culturalmente en el intento. Llegados a este punto, las comparaciones resultan inevitables. El razonable presupuesto de la participación de Cataluña en la Bienal de Venecia (500.000 euros) no es muy superior al de cualquiera de las ocho grandes exposiciones que este año se han dedicado al 800 aniversario de Jaume I, pero la suma de todas ellas, que cuadruplicará con creces esta cifra, no ha servido para persuadir a la alcaldesa de Valencia de la relevancia de este monarca, puesto que se niega a dedicarle la principal plaza de esta ciudad. Al mismo tiempo, la Generalitat Valenciana ha querido aprovechar la ocasión para recordar a la ciudadanía que Som Comunitat.
Pero para reforzar nuestra argamasa colectiva no ha recurrido a vinculantes actuaciones creativas, ligadas a las numerosas celebraciones históricas y susceptibles, por ello, de potenciar la autoestima y la cohesión cultural. Lo que ha hecho es lanzar una simple campaña publicitaria cuyo presupuesto, además, se ha ocultado a la opinión pública. Siendo de la mayor importancia el cuidado de las formas, como destacaba al principio, lo que peor me parece no es que se hayan fraccionado las cuentas para eludir la fiscalización de la Intervención General. Lo más duro de aceptar es la constatación de que los valencianos de nuestro tiempo somos comunidad, sí, pero de vecinos nada más.
*United artists from the Museum

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